La
dignidad
Pensaba el hombre en la guerra y su
atracción a la misma, cuando pensó en dignidad. Habían pasado miles de
conflictos y años de historia, para darse cuenta que en su más pura esencia
conformada por cuerpo, alma y espíritu, yacía la dignidad, tomando conciencia
de su valor consustancial.
Recordó en ese momento, su irrespeto a
este principio: torturas, esclavitud, penas degradantes, que había cometido en
busca de más tierras, viles monedas y otros intereses banales, a costa de la
deshumanización de su prójimo, a costa de quitar dignidad.
Y quiso el hombre cambiar el mal hecho,
venciendo el miedo que corría por su cuerpo, como primer paso para alcanzar la
dignidad. Pues ser digno empieza y termina con uno mismo, sintiéndose
responsable y libre, reconociéndose como persona como base para alcanzar la
plenitud, satisfacción y excelencia.
Conforme consigo mismo, quiso el hombre
redimirse ante los otros hombres, y pensó en derechos, aceptando las
diferencias y consagrando en normas universales la dignidad humana como
intangible, de irrestricto respeto y protección, jurando además nunca más
despojarla de otro ser.
Fue en ese momento cuando la culpa fue
dejando al hombre, siendo su espacio ocupado por el orgullo, al haber dado a la
dignidad la posición para conseguir una verdadera emancipación y paz moral a la
humanidad; al haber educado a otros hombres para formar su inteligencia y hacer
férrea su voluntad; al haber comprendido que no hay niveles para la dignidad,
ni más ni menos, que no se otorga y que es parte inseparable de toda persona.
Y es así como este hombre escogió el
camino de la dignidad, modificando su modo de actuar, conducta y comportamiento
para vivir en equilibrio con los valores morales y preceptos jurídicos, dando
dignidad a su pueblo, elevando su sentimiento de valor propio y de grandeza;
entendiendo que la dignidad no se la pierde por nada ni por nadie.
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